Brillante como la fruta madura. La Amada no quiere salir de casa. No es miedo, no es pereza… La ciudad sigue aquí afuera con sus prisas, sus reglas absurdas, su manía de decirnos como tenemos que ser, vestir, pensar. Pero hoy, en su azotea, entre la ropa extendida y agitada por el viento, Amada se da el permiso de habla.
Y no habla suela. Está la Mari, su vecina, su amiga, su cómplice. Con ella se indigna, se ríe, recuerda. Pero hay algo más: son ellas. Las que vinieron antes. Las que la criaron, la cuidaron, la enseñaron a mirar el mundo con otros ojos.
Siete delantales cuelgan al toldo. Siete mujeres que todavía viven a su piel. Amada se deja habitar por ellas: su yaya Mercè, la tía que siempre tenía una *copla a los labios, la vecina que cosía historias mientras arreglaba la ropa… Y así, entre recuerdos y gestos prestados, nos lleva en la Barcelona de los años 50 a los 80, donde estas mujeres tejieron una red de afecto, de resistencia, de sabiduría compartida.
Porque, aunque el mundo parezca cada vez más frío y más hostil, hay una cosa que la *Amada tiene claro: la vida se vive mejor en tribu. Y hoy, aquí, nos invita a formar parte de la suya.